Vida: Capítulos 1 al 5

LIBRO  DE LA VIDA

 

PRÓLOGO

 

JHS

 

1. Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia

para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor

me ha hecho, me la dieran para que muy por menudo y con claridad

dijera mis grandes pecados y ruin vida. Diérame gran consuelo.

Mas no han querido, antes atádome mucho en este caso. Y por

esto pido, por amor del Señor, tenga delante de los ojos quien este

discurso de mi vida leyere, que ha sido tan ruin que no he hallado

santo de los que se tornaron a Dios con quien me consolar. Porque

considero que, después que el Señor los llamaba, no le tornaban a

ofender. Yo no sólo tornaba a ser peor, sino que parece traía

estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía, como

quien se veía obligada a servir más y entendía de sí no podía pagar

lo menos de lo que debía.

2. Sea bendito por siempre, que tanto me esperó, a quien con todo

mi corazón suplico me dé gracia para que con toda claridad y

verdad yo haga esta relación que mis confesores me mandan (y

aun el Señor sé yo lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he

atrevido) y que sea para gloria y alabanza suya y para quede aquí

adelante, conociéndome ellos mejor, ayuden a mi flaqueza para que

pueda servir algo de lo que debo al Señor, a quien siemprealaben

todas las cosas, amén.

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

En que trata cómo comenzó el Señor a despertar esta alma en su

niñez a cosas virtuosas, y la ayuda que es para esto serlo los

padres.

 

1. El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo

no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena.

Era mi padre aficionado a leer buenos libros y así los tenía de

romance para que leyesen sus hijos. Esto, con el cuidado que mi

madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de

nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme de

edad, a mi parecer, de seis o siete años. Ayudábame no ver en mis

padres favor sino para la virtud. Tenían muchas.

Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad

con los enfermos y aun con los criados; tanta, que jamás se pudo

acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piedad, y

estando una vez en casa una de un su hermano, la regalaba como

a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de

piedad. Era de gran verdad. Jamás nadie le vio jurar ni murmurar.

Muy honesto en gran manera.

 

2. Mi madre también tenía muchas virtudes y pasó la vida con

grandes enfermedades. Grandísima honestidad. Con ser de harta

hermosura, jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía

caso de ella, porque con morir de treinta y tres años, ya su traje era

como de persona de mucha edad. Muy apacible y de harto

entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo

que vivió. Murió muy cristianamente.

 

 

3. Eramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos parecieron a

sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fui yo,

aunque era la más querida de mi padre. Y antes que comenzase a

ofender a Dios, parece tenía alguna razón; porque yo he lástima

cuando me acuerdo las buenas inclinaciones que el Señor me

había dado y cuán mal me supe aprovechar de ellas.

 

 

4. Pues mis hermanos ninguna cosa me desayudaban a servir a

Dios. Tenía uno casi de mi edad, juntábamonos entrambos a leer

vidas de Santos, que era el que yo más quería, aunque a todos

tenía gran amor y ellos a mí. Como veía los martirios que por Dios

las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar

de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo

entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes

bienes que leía haber en el cielo, y juntábame con este mi hermano

a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra

de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos

descabezasen. Y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan

tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos

parecía el mayor embarazo.

Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre,

en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto

y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre,

siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me

quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad.

 

5. De que vi que era imposible ir a donde me matasen por Dios,

ordenábamos ser ermitaños; y en una huerta que había en casa

procurábamos, como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas

pedrecillas que luego se nos caían, y así no hallábamos remedio en

nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo

me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa.

 

 

6. Hacía limosna como podía, y podía poco. Procuraba soledad

para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario,

de que mi madre era muy devota, y así nos hacía serlo. Gustaba

mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios, como

que éramos monjas, y yo me parece deseaba serlo, aunque no

tanto como las cosas que he dicho.

 

 

7. Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de

doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que

había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y

supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que,

aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque

conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he

encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.

Fatígame ahora ver y pensar en qué estuvo el no haber yo estado

entera en los buenos deseos que comencé.

 

8. ¡Oh Señor mío!, pues parece tenéis determinado que me salve,

plega a Vuestra Majestad sea así; y de hacerme tantasmercedes

como me habéis hecho, ¿no tuvierais por bien -no por mi ganancia,

sino por vuestro acatamiento- que no se ensuciara tanto posada

adonde tan continuo habíais de morar? Fatígame, Señor, aun decir

esto, porque sé que fue mía toda la culpa; porque no me parece os

quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera

toda vuestra.

Cuando voy a quejarme de mis padres, tampoco puedo, porque no

veía en ellos sino todo bien y cuidado de mi bien.

Pues pasando de esta edad, que comencé a entender las gracias

de naturaleza que el Señor me había dado, que según decían eran

muchas, cuando por ellas le había de dar gracias, de todas me

comencé a ayudar para ofenderle, como ahora diré.

 

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

Trata cómo fue perdiendo estas virtudes y lo que importa en la

niñez tratar con personas virtuosas.

 

1. Paréceme que comenzó a hacerme mucho daño lo que ahora

diré. Considero algunas veces cuán mal lo hacen los padres que no

procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas

maneras; porque, con serlo tanto mi madre como he dicho, de lo

bueno no tomé tanto en llegando a uso de razón, ni casi nada, y lo

malo me dañó mucho. Era aficionada a libros de caballerías y no

tan mal tomaba este pasatiempo como yo le tomé para mí, porque

no perdía su labor, sino desenvolvíamonos para leer en ellos, y por

ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y

ocupar sus hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos. De

esto le pesaba tanto a mi padre, que se había de tener aviso a que

no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos; y

aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzó a enfriar los

deseos y comenzar a faltar en lo demás; y parecíame no era malo,

con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano

ejercicio, aunque escondida de mi padre. Era tan en extremo lo que

en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parece

tenía contento.

 

 

2. Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con

mucho cuidado de manos y cabello y olores y todas las vanidades

que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa. No

tenía mala intención, porque no quisiera yo que nadie ofendiera a

Dios por mí. Duróme mucha curiosidad de limpieza demasiada y

cosas que me parecía a mí no eran ningún pecado, muchos años.

Ahora veo cuán malo debía ser.

Tenía primos hermanos algunos, que en casa de mi padre no

tenían otros cabida para entrar, que era muy recatado, y pluguiera a

Dios que lo fuera de éstos también. Porque ahora veo el peligro que

es tratar en la edad que se han de comenzar a criar virtudes con

personas que no conocen la vanidad del mundo, sino que antes

despiertan para meterse en él. Eran casi de mi edad, poco mayores

que yo. Andábamos siempre juntos. Teníanme gran amor, y en

todas las cosas que les daba contento los sustentaba plática y oía

sucesos de sus aficiones y niñerías nonada buenas; y lo que peor

fue, mostrarse el alma a lo que fue causa de todo su mal.

 

3. Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad

tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque

aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que

a lo mejor.

Así me acaeció a mí, que tenía una hermana de mucha más edad

que yo, de cuya honestidad y bondad -que tenía mucha- de ésta no

tomaba nada, y tomé todo el daño de una parienta que trataba

mucho en casa. Era de tan livianos tratos, que mi madre la había

mucho procurado desviar que tratase en casa; parece adivinaba el

mal que por ella me había de venir, y era tanta la ocasión que había

para entrar, que no había podido. A ésta que digo, me aficioné a

tratar. Con ella era mi conversación y pláticas, porque me ayudaba

a todas las cosas de pasatiempos que yo quería, y aun me ponía en

ellas y daba parte de sus conversaciones y vanidades.

Hasta que traté con ella, que fue de edad de catorce años, y creo

que más (para tener amistad conmigo -digo- y darme parte de sus

cosas), no me parece había dejado a Dios por culpa mortal ni

perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra. Este

tuvo fuerza para no la perder del todo, ni me parece por ninguna

cosa del mundo en esto me podía mudar, ni había amor de persona

de él que a esto me hiciese rendir. ¡Así tuviera fortaleza en no ir

contra la honra de Dios, como me la daba mi natural para no perder

en lo que me parecía a mí está la honra del mundo! ¡Y no miraba

que la perdía por otras muchas vías!

 

4. En querer ésta vanamente tenía extremo. Los medios que eran

menester para guardarla, no ponía ninguno. Sólo para no perderme

del todo tenía gran miramiento.

Mi padre y hermana sentían mucho esta amistad. Reprendíanmela

muchas veces. Como no podían quitar la ocasión de entrar ella en

casa, no les aprovechaban sus diligencias, porque mi sagacidad

para cualquier cosa mala era mucha. Espántame algunas veces el

daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello,

no lo pudiera creer. En especial en tiempo de mocedad debe ser

mayor el mal que hace. Querría escarmentasen en mí los padres

para mirar mucho en esto. Y es así que de tal manera me mudó

esta conversación, que de natural y alma virtuoso no me dejó casi

ninguna, y me parece me imprimía sus condiciones ella y otra que

tenía la misma manera de pasatiempos.

 

5. Por aquí entiendo el gran provecho que hace la buena compañía,

y tengo por cierto que, si tratara en aquella edad con personas

virtuosas, que estuviera entera en la virtud. Porque si en esta edad

tuviera quien me enseñara a temer a Dios, fuera tomando fuerzas el

alma para no caer. Después, quitado este temor del todo, quedóme

sólo el de la honra, que en todo lo que hacía me traía atormentada.

Con pensar que no se había de saber, me atrevía a muchas cosas

bien contra ella y contra Dios.

 

 

6. Al principio dañáronme las cosas dichas, a lo que me parece, y

no debía ser suya la culpa, sino mía. Porque después mi malicia

para el mal bastaba, junto con tener criadas, que para todo mal

hallaba en ellas buen aparejo; que si alguna fuera en aconsejarme

bien, por ventura me aprovechara; mas el interés las cegaba, como

a mí la afición. Y pues nunca era inclinada a mucho mal -porque

cosas deshonestas naturalmente las aborrecía-, sino a pasatiempos

de buena conversación, mas puesta en la ocasión, estaba en la

mano el peligro, y ponía en él a mi padre y hermanos. De los cuales

me libró Dios de manera que se parece bien procuraba contra mi

voluntad que del todo no me perdiese, aunque no pudo ser tan

secreto que no hubiese harta quiebra de mi honra y sospecha en mi

padre.

Porque no me parece había tres meses que andaba en estas

vanidades, cuando me llevaron a un monasterio que había en este

lugar, adonde se criaban personas semejantes, aunque no tan

ruines en costumbres como yo; y esto con tan gran disimulación,

que sola yo y algún deudo lo supo; porque aguardaron a coyuntura

que no pareciese novedad: porque, haberse mi hermana casado y

quedar sola sin madre, no era bien.

 

7. Era tan demasiado el amor que mi padre me tenía y la mucha

disimulación mía, que no había creer tanto mal de mí, y así no

quedó en desgracia conmigo. Como fue breve el tiempo, aunque se

entendiese algo, no debía ser dicho con certinidad. Porque como yo

temía tanto la honra, todas mis diligencias eran en que fuese

secreto, y no miraba que no podía serlo a quien todo lo ve.

¡Oh Dios mío! ¡Qué daño hace en el mundo tener esto en poco y

pensar que ha de haber cosa secreta que sea contra Vos! Tengo

por cierto que se excusarían grandes males si entendiésemos que

no está el negocio en guardarnos de los hombres, sino en no nos

guardar de descontentaros a Vos.

 

8. Los primeros ocho días sentí mucho, y más la sospecha que tuve

se había entendido la vanidad mía, que no de estar allí. Porque ya

yo andaba cansada y no dejaba de tener gran temor de Dios

cuando le ofendía, y procuraba confesarme con brevedad. Traía un

desasosiego, que en ocho días -y aun creo menos- estaba muy

más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo,

porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento

adondequiera que estuviese, y así era muy querida. Y puesto que

yo estaba entonces ya enemiguísima de ser monja, holgábame de

ver tan buenas monjas, que lo eran mucho las de aquella casa, y de

gran honestidad y religión y recatamiento.

Aun con todo esto no me dejaba el demonio de tentar, y buscar los

de fuera cómo me desasosegar con recaudos. Como no había

lugar, presto se acabó, y comenzó mi alma a tornarse a

acostumbrar en el bien de mi primera edad y vi la gran merced que

hace Dios a quien pone en compañía de buenos.

Paréceme andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me

podía tornar a sí. ¡Bendito seáis Vos, Señor, que tanto me habéis

sufrido! Amén.

 

9. Una cosa tenía que parece me podía ser alguna disculpa, si no

tuviera tantas culpas; y es que era el trato con quien por vía de

casamiento me parecía podía acabar en bien; e informada de con

quien me confesaba y de otras personas, en muchas cosas me

decían no iba contra Dios.

10. Dormía una monja con las que estábamos seglares, que por

medio suyo parece quiso el Señor comenzar a darme luz, como

ahora diré.

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

En que trata cómo fue parte la buena compañía para tornar a

despertar sus deseos, y por qué manera comenzó el Señor a darla

alguna luz del engaño que había traído.

 

1. Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de

esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque

era muy discreta y santa. Esto, a mi parecer, en ningún tiempo dejé

de holgarme de oírlo. Comenzóme a contar cómo ella había venido

a ser monja por sólo leer lo que dice el evangelio: Muchos son los

llamados y pocos los escogidos. Decíame el premio que daba el

Señor a los que todo lo dejan por El.

Comenzó esta buena compañía a desterrar las costumbres que

había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos

de las cosas eternas y a quitar algo la gran enemistad que tenía con

ser monja, que se me había puesto grandísima. Y si veía alguna

tener lágrimas cuando rezaba, u otras virtudes, habíala mucha

envidia; porque era tan recio mi corazón en este caso que, si leyera

toda la Pasión, no llorara una lágrima. Esto me causaba pena.

 

2. Estuve año y medio en este mnnasterio harto mejorada.

Comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas

me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había

de servir. Mas todavía deseaba no fuese monja, que éste no fuese

Dios servido de dármele, aunque también temía el casarme.

A cabo de este tiempo que estuve aquí, ya tenía más amistad de

ser monja, aunque no en aquella casa, por las cosas más virtuosas

que después entendí tenían, que me parecían extremos

demasiados; y había algunas de las más mozas que me ayudaban

en esto, que si todas fueran de un parecer, mucho me aprovechara.

También tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me

era parte para no ser monja, si lo hubiese de ser, sino adonde ella

estaba. Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo

bien que me estaba a mi alma. Estos buenos pensamientos de ser

monja me venían algunas veces y luego se quitaban, y no podía

persuadirme a serlo.

 

3. En este tiempo, aunque yo no estaba descuidada de mi remedio,

andaba más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me

estaba mejor. Diome una gran enfermedad, que hube de tornar en

casa de mi padre. En estando buena, lleváronme en casa de mi

hermana -que residía en una aldea- para verla, que era extremo el

amor que me tenía y, a su querer, no saliera yo de con ella; y su

marido también me amaba mucho, al menos mostrábame todo

regalo, que aun esto debo más al Señor, que en todas partes

siempre le he tenido, y todo se lo servía como la que soy.

 

4. Estaba en el camino un hermano de mi padre, muy avisado y de

grandes virtudes, viudo, a quien también andaba el Señor

disponiendo para sí, que en su mayor edad dejó todo lo que tenía y

fue fraile y acabó de suerte que creo goza de Dios. Quiso que me

estuviese con él unos días. Su ejercicio era buenos libros de

romance, y su hablar era -lo más ordinario- de Dios y de la vanidad

del mundo. Hacíame le leyese y, aunque no era amiga de ellos,

mostraba que sí. Porque en esto de dar contento a otros he tenido

extremo, aunque a mí me hiciese pesar; tanto, que en otras fuera

virtud y en mí ha sido gran falta, porque iba muchas veces muy sin

discreción.

¡Oh, válgame Dios, por qué términos me andaba Su Majestad

disponiendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin

quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza! Sea bendito por

siempre, amén.

 

5. Aunque fueron los días que estuve pocos, con la fuerza que

hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, y

la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña,

de que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acababa

en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno.

Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era

el mejor y más seguro estado. Y así poco a poco me determiné a

forzarme para tomarle.

6. En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con

esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser

 

mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el

infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio,

y que después me iría derecha al cielo, que éste era mi deseo.

Y en este movimiento de tomar estado, más me parece me movía

un temor servil que amor. Poníame el demonio que no podría sufrir

los trabajos de la religión, por ser tan regalada. A esto me defendía

con los trabajos que pasó Cristo, porque no era mucho yo pasase

 

 

 

algunos por El; que El me ayudaría a llevarlos -debía pensar-, que

esto postrero no me acuerdo. Pasé hartas tentaciones estos días.

 

7. Habíanme dado, con unas calenturas, unos grandes desmayos,

que siempre tenía bien poca salud. Diome la vida haber quedado ya

amiga de buenos libros. Leía en las Epístolas de San Jerónimo, que

me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que

casi era como a tomar el hábito, porque era tan honrosa que me

parece no tornara atrás por ninguna manera, habiéndolo dicho una

vez. Era tanto lo que me quería, que en ninguna manera lo pude

acabar con él, ni bastaron ruegos de personas que procuré le

hablasen. Lo que más se pudo acabar con él fue que después de

sus días haría lo que quisiese. Yo ya me temía a mí y a mi flaqueza

no tornase atrás, y así no me pareció me convenía esto, y procurélo

por otra vía, como ahora diré.

 

 

 

 

CAPÍTULO 4

Dice cómo la ayudó el Señor para forzarse a sí misma para tomar

hábito, y las muchas enfermedades que Su Majestad la comenzó a

dar.

 

1. En estos días que andaba con estas determinaciones, había

persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile

diciéndole la vanidad del mundo. Y concertamos entrambos de

irnos un día muy de mañana al monasterio adonde estaba aquella

mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición, puesto que ya en

esta postrera determinación ya yo estaba de suerte, que a

cualquiera que pensara servir más a Dios o mi padre quisiera, fuera;

que más miraba ya el remedio de mi alma, que del descanso ningún

caso hacía de él.

Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de

casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me

muera. Porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que,

como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y

parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el

Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir

adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por

obra.

 

 

2. En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo

favorece a los que se hacen fuerza para servirle, la cual nadie no

entendía de mí, sino grandísima voluntad. A la hora me dio un tan

gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó

hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en

grandísima ternura. Dábanme deleite todas las cosas de la religión,

y es verdad que andaba algunas veces barriendo en horas que yo

solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estaba libre

de aquello, me daba un nuevo gozo, que yo me espantaba y no

podía entender por dónde venía.

Cuando de esto me acuerdo, no hay cosa que delante se me

pusiese, por grave que fuese, que dudase de acometerla. Porque

ya tengo experiencia en muchas que, si me ayudo al principio a

determinarme a hacerlo, que, siendo sólo por Dios, hasta

comenzarlo quiere -para que más merezcamos- que el alma sienta

aquel espanto, y mientras mayor, si sale con ello, mayor premio y

más sabroso se hace después. Aun en esta vida lo paga Su

Majestad por unas vías que sólo quien goza de ello lo entiende.

Esto tengo por experiencia, como he dicho, en muchas cosas harto

graves. Y así jamás aconsejaría -si fuera persona que hubiera de

dar parecer- que, cuando una buena inspiración acomete muchas

veces, se deje, por miedo, de poner por obra; que si va

desnudamente por solo Dios, no hay que temer sucederá mal, que

poderoso es para todo. Sea bendito por siempre, amén.

 

3. Bastara, ¡oh sumo Bien y descanso mío!, las mercedes que me

habíais hecho hasta aquí, de traerme por tantos rodeos vuestra

piedad y grandeza a estado tan seguro y a casa adonde había

muchas siervas de Dios, de quien yo pudiera tomar, para ir

creciendo en su servicio. No sé cómo he de pasar de aquí, cuando

me acuerdo la manera de mi profesión y la gran determinación y

contento con que la hice y el desposorio que hice con Vos. Esto no

lo puedo decir sin lágrimas, y habían de ser de sangre y

quebrárseme el corazón, y no era mucho sentimiento para lo que

después os ofendí.

Paréceme ahora que tenía razón de no querer tan gran dignidad,

pues tan mal había de usar de ella. Mas Vos, Señor mío, quisisteis

ser -casi veinte años que usé mal de esta merced- ser el agraviado,

porque yo fuese mejorada. No parece, Dios mío, sino que prometí

no guardar cosa de lo que os había prometido, aunque entonces no

era esa mi intención. Mas veo tales mis obras después, que no sé

qué intención tenía, para que más se vea quién Vos sois, Esposo

mío, y quién soy yo. Que es verdad, cierto, que muchas veces me

templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da

que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias.

 

4. ¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que

tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que

me comenzasteis a hacer? ¡Ay de mí, Criador mío, que si quiero dar

disculpa, ninguna tengo! Ni tiene nadie la culpa sino yo. Porque si

os pagara algo del amor que me comenzasteis a mostrar, no le

pudiera yo emplear en nadie sino en Vos, y con esto se remediaba

todo. Pues no lo merecí ni tuve tanta ventura, válgame ahora,

Señor, vuestra misericordia.

 

 

5. La mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la

salud, que, aunque el contento era mucho, no bastó.

Comenzáronme a crecer los desmayos y diome un mal de corazón

tan grandísimo, que ponía espanto a quien le veía, y otros muchos

males juntos, y así pasé el primer año con harta mala salud, aunque

no me parece ofendí a Dios en él mucho. Y como era el mal tan

grave que casi me privaba el sentido siempre y algunas veces del

todo quedaba sin él, era grande la diligencia que traía mi padre para

buscar remedio; y como no le dieron los médicos de aquí, procuró

llevarme a un lugar adonde había mucha fama de que sanaban allí

otras enfermedades, y así dijeron harían la mía. Fue conmigo esta

amiga que he dicho que tenía en casa, que era antigua. En la casa

que era monja no se prometía clausura.

 

 

6. Estuve casi un año por allá, y los tres meses de él padeciendo

tan grandísimo tormento en las curas que me hicieron tan recias,

que yo no sé cómo las pude sufrir; y en fin, aunque las sufrí, no las

pudo sufrir mi sujeto, como diré.

Había de comenzarse la cura en el principio del verano, y yo fui en

el principio del invierno. Todo este tiempo estuve en casa de la

hermana que he dicho que estaba en la aldea, esperando el mes de

abril, porque estaba cerca, y no andar yendo y viniendo.

 

7. Cuando iba, me dio aquel tío mío que tengo dicho que estaba en

el camino, un libro: llámase Tercer Abecedario, que trata de

enseñar oración de recogimiento; y puesto que este primer año

había leído buenos libros (que no quise más usar de otros, porque

ya entendía el daño que me habían hecho), no sabía cómo

proceder en oración ni cómo recogerme, y así holguéme mucho con

él y determinéme a seguir aquel camino con todas mis fuerzas. Y

como ya el Señor me había dado don de lágrimas y gustaba de

leer, comencé a tener ratos de soledad y a confesarme a menudo y

comenzar aquel camino, teniendo a aquel libro por maestro. Porque

yo no hallé maestro, digo confesor, que me entendiese, aunque le

busqué, en veinte años después de esto que digo, que me hizo

harto daño para tornar muchas veces atrás y aun para del todo

perderme; porque todavía me ayudara a salir de las ocasiones que

tuve para ofender a Dios.

Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en los

principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi

nueve meses en esta soledad, aunque no tan libre de ofender a

Dios como el libro me decía, mas por esto pasaba yo; parecíame

casi imposible tanta guarda; teníala de no hacer pecado mortal, y

pluguiera a Dios la tuviera siempre; de los veniales hacía poco

caso, y esto fue lo que me destruyó…), comenzó el Señor a

regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme

oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no

entendía qué era lo uno ni lo otro y lo mucho que era de preciar,

que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que duraba tan

poco esto de unión, que no sé si era Avemaría; mas quedaba con

unos efectos tan grandes que, con no haber en este tiempo veinte

años, me parece traía el mundo debajo de los pies, y así me

acuerdo que había lástima a los que le seguían, aunque fuese en

cosas lícitas.

Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y

Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración. Si

pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo

más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación;

porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni

de aprovecharme con la imaginación, que la tengo tan torpe, que

aun para pensar y representar en mí -como lo procuraba traer- la

Humanidad del Señor, nunca acababa. Y aunque por esta vía de no

poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la

contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque si

falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en

cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y

da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los

pensamientos.

 

 

8. A personas que tienen esta disposición les conviene más pureza

de conciencia que a las que con el entendimiento pueden obrar.

Porque quien va discurriendo en lo que es el mundo y en lo que

debe a Dios y en lo mucho que sufrió y lo poco que le sirve y lo que

da a quien le ama, saca doctrina para defenderse de los

pensamientos y de las ocasiones y peligros. Pero quien no se

puede aprovechar de esto, tiénele mayor y conviénele ocuparse

mucho en lección, pues de su parte no puede sacar ninguna.

Es tan penosísima esta manera de proceder, que si el maestro que

enseña aprieta en que sin lección, que ayuda mucho para recoger

(a quien de esta manera procede le es necesario, aunque sea poco

lo que lea, sino en lugar de la oración mental que no puede tener);

digo que si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración,

que será imposible durar mucho en ella y le hará daño a la salud si

porfía, porque es muy penosa cosa.

 

 

9. Ahora me parece que proveyó el Señor que yo no hallase quien

me enseñase, porque fuera imposible, -me parece-, perseverar

dieciocho años que pasé este trabajo, y en éstos grandes

sequedades, por no poder, como digo, discurrir. En todos éstos, si

no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener

oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración,

como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio, que era

como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de

los muchos pensamientos, andaba consolada. Porque la sequedad

no era lo ordinario, mas era siempre cuando me faltaba libro, que

era luego desbaratada el alma, y los pensamientos perdidos; con

esto los comenzaba a recoger y como por halago llevaba el alma. Y

muchas veces, en abriendo el libro, no era menester más. Otras leía

poco, otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía.

Parecíame a mí, en este principio que digo, que teniendo yo libros y

cómo tener soledad, que no habría peligro que me sacase de tanto

bien; y creo con el favor de Dios fuera así, si tuviera maestro o

persona que me avisara de huir las ocasiones en los principios y me

hiciera salir de ellas, si entrara, con brevedad. Y si el demonio me

acometiera entonces descubiertamente, parecíame en ninguna

manera tornara gravemente a pecar; mas fue tan sutil y yo tan ruin,

que todas mis determinaciones me aprovecharon poco, aunque

muy mucho los días que serví a Dios, para poder sufrir las terribles

enfermedades que tuve, con tan gran paciencia como Su Majestad

me dio.

 

10. Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de

Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y

misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin

pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines e

imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba

mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados

luego los escondía. Aun en los ojos de quien los ha visto, permite

Su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas.

Hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mí

casi haciéndome fuerza para que la tenga.

11. Quiero tornar a lo que me han mandado. Digo que, si hubiera de

decir por menudo de la manera que el Señor se había conmigo en

estos principios, que fuera menester otro entendimiento que el mío

para saber encarecer lo que en este caso le debo y mi gran

ingratitud y maldad, pues todo esto olvidé. Sea por siempre bendito,

que tanto me ha sufrido. Amén.

 

 

 

 

CAPÍTULO 5

Prosigue en las grandes enfermedades que tuvo y la paciencia que

el Señor le dio en ellas, y cómo saca de los males bienes, según se

verá en una cosa que le acaeció en este lugar que se fue a curar.

 

1. Olvidé de decir cómo en el año del noviciado pasé grandes

desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo; mas

culpábanme sin tener culpa hartas veces. Yo lo llevaba con harta

pena e imperfección, aunque con el gran contento que tenía de ser

monja todo lo pasaba. Como me veían procurar soledad y me veían

llorar por mis pecados algunas veces, pensaban era descontento, y

así lo decían.

Era aficionada a todas las cosas de religión, mas no a sufrir ninguna

que pareciese menosprecio. Holgábame de ser estimada. Era

curiosa en cuanto hacía. Todo me parecía virtud, aunque esto no

me será disculpa, porque para todo sabía lo que era procurar mi

contento, y así la ignorancia no quita la culpa. Alguna tiene no estar

fundado el monasterio en mucha perfección; yo, como ruin, íbame a

lo que veía falta y dejaba lo bueno.

 

2. Estaba una monja entonces enferma de grandísima enfermedad

y muy penosa, porque eran unas bocas en el vientre, que se le

habían hecho de opilaciones, por donde echaba lo que comía.

Murió presto de ello. Yo veía a todas temer aquel mal. A mí

hacíame gran envidia su paciencia. Pedía a Dios que, dándomela

así a mí, me diese las enfermedades que fuese servido. Ninguna

me parece temía, porque estaba tan puesta en ganar bienes

eternos, que por cualquier medio me determinaba a ganarlos. Y

espántome, porque aún no tenía -a mi parecer- amor de Dios, como

después que comencé a tener oración me parecía a mí le he tenido,

sino una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y

de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son

eternos.

Tan bien me oyó en esto Su Majestad, que antes de dos años

estaba tal, que aunque no el mal de aquella suerte, creo no fue

menos penoso y trabajoso el que tres años tuve, como ahora diré.

 

3. Venido el tiempo que estaba aguardando en el lugar que digo

que estaba con mi hermana para curarme, lleváronme con harto

cuidado de mi regalo mi padre y hermana y aquella monja mi amiga

que había salido conmigo, que era muy mucho lo que me quería.

Aquí comenzó el demonio a descomponer mi alma, aunque Dios

sacó de ello harto bien. Estaba una persona de la iglesia, que

residía en aquel lugar adonde me fui a curar, de harto buena

calidad y entendimiento. Tenía letras, aunque no muchas. Yo

comencéme a confesar con él, que siempre fui amiga de letras,

aunque gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados,

porque no los tenía de tan buenas letras como quisiera.

He visto por experiencia que es mejor, siendo virtuosos y de santas

costumbres, no tener ningunas; porque ni ellos se fían de sí sin

preguntar a quien las tenga buenas, ni yo me fiara. Y buen letrado

nunca me engañó. Estotros tampoco me debían de querer engañar,

sino no sabían más. Yo pensaba que sí y que no era obligada a

más de creerlos, como era cosa ancha lo que me decían y de más

libertad; que si fuera apretada, yo soy tan ruin que buscara otros. Lo

que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era

gravísimo mortal, que era venial. Esto me hizo tanto daño que no es

mucho lo diga aquí para aviso de otras de tan gran mal; que para

delante de Dios bien veo no me es disculpa, que bastaban ser las

cosas de su natural no buenas para que yo me guardara de ellas.

Creo permitió Dios, por mis pecados, ellos se engañasen y me

engañasen a mí. Yo engañé a otras hartas con decirles lo mismo

que a mí me habían dicho.

Duré en esta ceguedad creo más de diecisiete años, hasta que un

Padre dominico, gran letrado, me desengañó en cosas, y los de la

Compañía de Jesús del todo me hicieron tanto temer,

agraviándome tan malos principios, como después diré.

 

4. Pues comenzándome a confesar con este que digo, él se aficionó

en extremo a mí, porque entonces tenía poco que confesar para lo

que después tuve, ni lo había tenido después de monja. No fue la

afición de éste mala; mas de demasiada afición venía a no ser

buena. Tenía entendido de mí que no me determinaría a hacer cosa

contra Dios que fuese grave por ninguna cosa, y él también me

aseguraba lo mismo, y así era mucha la conversación. Mas mis

tratos entonces, con el embebecimiento de Dios que traía, lo que

más gusto me daba era tratar cosas de El; y como era tan niña,

hacíale confusión ver esto, y con la gran voluntad que me tenía,

comenzó a declararme su perdición. Y no era poca, porque había

casi siete años que estaba en muy peligroso estado, con afición y

trato con una mujer del mismo lugar, y con esto decía misa. Era

cosa tan pública, que tenía perdida la honra y la fama, y nadie le

osaba hablar contra esto.

A mí hízoseme gran lástima, porque le quería mucho; que esto

tenía yo de gran liviandad y ceguedad, que me parecía virtud ser

agradecida y tener ley a quien me quería. ¡Maldita sea tal ley, que

se extiende hasta ser contra la de Dios! Es un desatino que se usa

en el mundo, que me desatina; que debemos todo el bien que nos

hacen a Dios, y tenemos por virtud, aunque sea ir contra El, no

quebrantar esta amistad. ¡Oh ceguedad del mundo! ¡Fuerais Vos

servido, Señor, que yo fuera ingratísima contra todo él, y contra Vos

no lo fuera un punto! Mas ha sido todo al revés, por mis pecados.

 

5. Procuré saber e informarme más de personas de su casa. Supe

más la perdición, y vi que el pobre no tenía tanta culpa; porque la

desventurada de la mujer le tenía puestos hechizos en un idolillo de

cobre que le había rogado le trajese por amor de ella al cuello, y

éste nadie había sido poderoso de podérsele quitar.

Yo no creo es verdad esto de hechizos determinadamente; mas diré

esto que yo vi, para aviso de que se guarden los hombres de

mujeres que este trato quieren tener, y crean que, pues pierden la

vergüenza a Dios (que ellas más que los hombres son obligadas a

tener honestidad), que ninguna cosa de ellas pueden confiar; que a

trueco de llevar adelante su voluntad y aquella afición que el

demonio les pone, no miran nada. Aunque yo he sido tan ruin, en

ninguna de esta suerte yo no caí, ni jamás pretendí hacer mal ni,

aunque pudiera, quisiera forzar la voluntad para que me la tuvieran,

porque me guardó el Señor de esto; mas si me dejara, hiciera el mal

que hacía en lo demás, que de mí ninguna cosa hay que fiar.

 

6. Pues como supe esto, comencé a mostrarle más amor. Mi

intención buena era, la obra mala, pues por hacer bien, por grande

que sea, no había de hacer un pequeño mal. Tratábale muy

ordinario de Dios. Esto debía aprovecharle, aunque más creo le

hizo al caso el quererme mucho; porque, por hacerme placer, me

vino a dar el idolillo, el cual hice echar luego en un río. Quitado éste,

comenzó -como quien despierta de un gran sueño- a irse

acordando de todo lo que había hecho aquellos años; y

espantándose de sí, doliéndose de su perdición, vino a comenzar a

aborrecerla. Nuestra Señora le debía ayudar mucho, que era muy

devoto de su Concepción, y en aquel día hacía gran fiesta. En fin,

dejó del todo de verla y no se hartaba de dar gracias a Dios por

haberle dado luz.

A cabo de un año en punto desde el primer día que yo le vi, murió.

Y había estado muy en servicio de Dios, porque aquella afición

grande que me tenía nunca entendí ser mala, aunque pudiera ser

con más puridad; mas también hubo ocasiones para que, si no se

tuviera muy delante a Dios, hubiera ofensas suyas más graves.

Como he dicho, cosa que yo entendiera era pecado mortal no la

hiciera entonces. Y paréceme que le ayudaba a tenerme amor ver

esto en mí; que creo todos los hombres deben ser más amigos de

mujeres que ven inclinadas a virtud; y aun para lo que acá

pretenden deben de ganar con ellos más por aquí, según después

diré.

Tengo por cierto está en carrera de salvación. Murió muy bien y

muy quitado de aquella ocasión. Parece quiso el Señor que por

estos medios se salvase.

 

7. Estuve en aquel lugar tres meses con grandísimos trabajos,

porque la cura fue más recia que pedía mi complexión. A los dos

meses, a poder de medicinas, me tenía casi acabada la vida, y el

rigor del mal de corazón de que me fui a curar era mucho más recio,

que algunas veces me parecía con dientes agudos me asían de él,

tanto que se temió era rabia. Con la falta grande de virtud (porque

ninguna cosa podía comer, si no era bebida, de grande hastío)

calentura muy continua, y tan gastada, porque casi un mes me

había dado una purga cada día, estaba tan abrasada, que se me

comenzaron a encoger los nervios con dolores tan incomportables,

que día ni noche ningún sosiego podía tener. Una tristeza muy

profunda.

 

 

8. Con esta ganancia me tornó a traer mi padre adonde tornaron a

verme médicos. Todos me desahuciaron, que decían sobre todo

este mal, decían estaba hética. De esto se me daba a mí poco. Los

dolores eran los que me fatigaban, porque eran en un ser desde los

pies hasta la cabeza; porque de nervios son intolerables, según

decían los médicos, y como todos se encogían, cierto -si yo no lo

hubiera por mi culpa perdido- era recio tormento.

En esta reciedumbre no estaría más de tres meses, que parecía

imposible poderse sufrir tantos males juntos. Ahora me espanto, y

tengo por gran merced del Señor la paciencia que Su Majestad me

dio, que se veía claro venir de El. Mucho me aprovechó para tenerla

haber leído la historia de Job en los Morales de San Gregorio, que

parece previno el Señor con esto, y con haber comenzado a tener

oración, para que yo lo pudiese llevar con tanta conformidad. Todas

mis pláticas eran con El. Traía muy ordinario estas palabras de Job

en el pensamiento y decíalas: Pues recibimos los bienes de la

mano del Señor, ¿por qué no sufriremos los males? Esto parece me

ponía esfuerzo.

 

9. Vino la fiesta de nuestra Señora de Agosto, que hasta entonces

desde abril había sido el tormento, aunque los tres postreros meses

mayor. Di prisa a confesarme, que siempre era muy amiga de

confesarme a menudo. Pensaron que era miedo de morirme y, por

no me dar pena, mi padre no me dejó. ¡Oh amor de carne

demasiado, que aunque sea de tan católico padre y tan avisado

que lo era harto, que no fue ignorancia- me pudiera hacer gran

daño! Diome aquella noche un paraxismo que me duró estar sin

ningún sentido cuatro días, poco menos. En esto me dieron el

Sacramento de la Unción y cada hora o momento pensaban

expiraba y no hacían sino decirme el Credo, como si alguna cosa

entendiera. Teníanme a veces por tan muerta, que hasta la cera me

hallé después en los ojos.

 

10. La pena de mi padre era grande de no me haber dejado

confesar; clamores y oraciones a Dios, muchas. Bendito sea El que

quiso oírlas, que teniendo día y medio abierta la sepultura en mi

monasterio, esperando el cuerpo allá y hechas las honras en uno

de nuestros frailes fuera de aquí, quiso el Señor tornase en mí.

Luego me quise confesar. Comulgué con hartas lágrimas; mas a mi

parecer que no eran con el sentimiento y pena de sólo haber

ofendido a Dios, que bastara para salvarme, si el engaño que traía

de los que me habían dicho no eran algunas cosas pecado mortal,

que cierto he visto después lo eran, no me aprovechara. Porque los

dolores eran incomportables, con que quedé; el sentido poco,

aunque la confesión entera, a mi parecer, de todo lo que entendí

había ofendido a Dios; que esta merced me hizo Su Majestad, entre

otras, que nunca, después que comencé a comulgar, dejé cosa por

confesar que yo pensase era pecado, aunque fuese venial, que le

dejase de confesar. Mas sin duda me parece que lo iba harto mi

salvación si entonces me muriera, por ser los confesores tan poco

letrados por una parte, y por otra ser yo ruin, y por muchas.

 

11. Es verdad, cierto, que me parece estoy con tan gran espanto

llegando aquí y viendo cómo parece me resucitó el Señor, que

estoy casi temblando entre mí. Paréceme fuera bien, oh ánima mía,

que miraras del peligro que el Señor te había librado y, ya que por

amor no le dejabas de ofender, lo dejaras por temor que pudiera

otras mil veces matarte en estado más peligroso. Creo no añado

muchas en decir otras mil, aunque me riña quien me mandó

moderase el contar mis pecados, y harto hermoseados van.

Por amor de Dios le pido de mis culpas no quite nada, pues se ve

más aquí la magnificencia de Dios y lo que sufre a un alma. Sea

bendito para siempre. Plega a Su Majestad que antes me consuma

que le deje yo más de querer.


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